Domingo 25
Na Sra. del Buen
Suceso; Bernardo
Calbó; Crisanto y Daría; Crispín
y Crispiniano;
Gaudencio de
Brescia; Frutos
2a del salterio
ler 31,7-9/Sal 125
/ Heb 5,1-6/ Mc
10,46-52
Jeremías 31, 7-9
Así dice el Señor: «Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel. Mirad que yo os traeré del país del norte, os congregaré de los confines de la tierra. Entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas:
una gran multitud retorna. Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán. Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito»
.
Salmo 125
El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Hebreos 5,1-6
Hermanos: Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. A causa de ellas, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo. Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy», o, como dice otro pasaje de la Escritura: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec».
Marcos 10, 46-52
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí». Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo». Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama». Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?». El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Las tres cegueras de hoy
La escena del ciego Bartimeo nos llega a las entrañas: sus ganas de salir de la oscuridad; su fe en la presencia de Jesús; ese salto que da, abandonando la cuneta y el manto. Hemos de estar atentos a esas tres cegueras que, con frecuencia, padecemos acaso sin darnos cuenta. Primera: la ceguera de no ver a Dios, de no sentir su presencia, de no escuchar su voz; la ceguera de no percibir las luces y las sombras, sin que captemos el peligro de los abismos, ni tampoco los brillos de los paisajes más hermosos; tercera, la ceguera de «los signos de los tiempos», de la que nos hablara el concilio Vaticano II, que nos abren nuevos horizontes. Son tres cegueras que pueden acompañarnos en muchos tramos de la vida, privándonos de Dios.
Aquí estoy, Señor, como el ciego al borde del camino, cansado, sudoroso, polvoriento, mendigando por necesidad y oficio. Que vea, Señor, tus sendas; que vea, Señor, los caminos de la vida; que vea, Señor, ante todo, tu rostro, tus ojos, tu corazón.