Jueves 14 Septiembre Oficio de la f. Núm 21,46-9 / Sal 77 / Flp 2,6-11 /Jn 3,13-17
Exaltación de la Santa Cruz, f. Cruz; Crescenciano; Salustia; Víctor
PALABRA: Juan 3,13-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna». Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El misterio de la cruz
Hoy dirigimos nuestra mirada a la cruz de Cristo, en la fiesta de su Exaltación. Ante todo, es un misterio. ¡Y cuánto pesa este misterio! La cruz de Cristo antes que «misterio de amor» es sencillamente misterio. Misterio sin más, misterio desnudo. No pretendamos abarcarlo. Arrodillémonos ante ella, y adoremos lo que la cruz significa. Por eso, la Iglesia canta en tiempo de pasión: «¡Resplandece el misterio de la cruz!». El misterio de la cruz, lo que ella significa, debe hacerse vida en nosotros, carne y sangre nuestras, entrega y sacrificio. Debe hacerse Pascua. Porque la cruz no solo es entrega, sacrificio y muerte; es, ante todo, vida, triunfo, resurrección. La cruz es Pascua. ¡Oh Cruz, misterio de amor, de entrega sin condiciones!
La fuerza y la luminosidad de la cruz provienen o dimanan de aquel que pende de ella. «Mi fuerza y mi fracaso eres Tú, mi herencia y mi pobreza; mi muerte y mi vida. Tú, palabra de mis gritos, silencio de mi espera, testigo de mis sueños, ¡cruz de mi cruz!».
Miércoles 13 Septiembre 4º del salterio Is 50,5-9a /Sal 114 /Sant2,14-18/Mc 8,27-35
Juan Crisóstomo; Nª Sra. de Valvanera; Materno; Tobías y Tobit
PALABRA: Isaías 50, 5-9a
El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteara contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Salmo 114 Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. Santiago 2,14-18 ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe».
Marcos 8,27-35
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino, preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías». Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo de el hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!». Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará».
El problema es la coherencia
Hoy, de nuevo, Jesús se acerca a cada uno de nosotros para preguntarnos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». ¿Cómo me veis? ¿Qué pensáis de mí? ¿Me conocéis lo suficiente para seguir mis pasos, para entregar vuestras vidas? De nuestros labios y de nuestro corazón ha de brotar una respuesta clara, diáfana: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Pero el gran problema no está en la «confesión» personal, en la «proclamación» de Jesucristo como nuestro Salvador. El gran problema, como le ocurrió a Pedro, vendrá después: reconoce la mesianidad de Jesús pero intenta apartarlo de su misión mesiánica. Igual nos puede ocurrir a nosotros: proclamamos al Señor Jesús como Maestro, nos sentimos discípulos suyos, pero a la hora de seguir sus pasos nos alejamos de Él, escogemos otros caminos.
Señor, la proclamación de tu reino y la aclamación de tu Persona, exige también la coherencia de seguir tus pasos, de abrirnos a tu Palabra, de tomar tu cruz y seguirte. Haznos coherentes, Señor, en esta hora, con las exigencias de nuestra vida cristiana.