V del T.O. Iª del salterio Gén 3,1-8 /Sal 31 / Mc 7,31-37
Catalina de Ricci; Jordán de Sajonia; Engracia
PALABRA: Marcos 7,31-37 En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá» (esto es, «ábrete»). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
La incomunicación humana Vivimos la era de la comunicación pero, en buena parte, seguimos incomunicados: con nosotros mismos, con Dios, con los demás. Nos cuesta un gran trabajo establecer la sintonía. «Ábrete», dice el Señor al sordomudo y establece una comunicación nueva, para que este hombre pueda relacionarse. Justamente, después de este prodigio, la gente comenta de Jesús: «Todo lo ha hecho bien». Subraya así el evangelista la importancia que tiene el don de la comunicación. Comunicarse es abrirse al universo y sus maravillas; conectar con Dios, con su Palabra y con sus dones; entablar relación fraterna y enriquecedora con nuestro prójimo. Si no podemos comunicarnos, nos encontraremos solos, perdidos en el laberinto de mil mundos que nos oprimen, sumiéndonos en la oscuridad.
Señor, abre mis oídos para que pueda oír tu voz y escuchar tu Palabra, para que pueda relacionarme con los demás y escuchar también sus palabras. Y a la par que mis oídos, abre mi corazón al universo para que pueda comprender su lenguaje de dones y misterios.
V del T.O. l a del salterio Gén 2,18-25 / Sal 127 / Mc 7,24-30
Melecio; Gaudencio; Modesto
PALABRA: Marcos 7,24-30 En aquel tiempo, Jesús fue a la región de Tiro. Se alojó en una casa procurando pasar desapercibido, pero no lo consiguió; una mujer que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró enseguida, fue a buscarlo y se le echó a los pies. La mujer era griega, una fenicia de Siria, y le rogaba que echase el demonio de su hija. Él le dijo: «Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el pan de los hijos». Pero ella replicó: «Tienes razón, Señor; pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños». Él le contestó: «Anda, vete, que, por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija». Al llegar a su casa, se encontró a la niña echada en la cama; el demonio se había marchado.
Los argumentos del corazón mueven montañas
Este pasaje, con datos desconcertantes, brilla con especial fuerza para nosotros: Jesús es fuente de salud y de vida para cualquier persona, sea de la cultura que sea y tenga la religión que tenga. Jesús cura a la hija de aquella mujer pagana, una mujer sencilla, humilde, confiada. La bondad de Jesús, su humanidad abierta a todos, supera cualquier división, cualquier distancia. Esta mujer nos ofrece varias enseñanzas concretas: primera, los argumentos del corazón mueven montañas; segunda, no le importa asemejarse a un perrillo que come las migajas de pan; tercera, lo que le importa es que Jesús cure a su hija. Ese amor de madre que quiere para su hija lo mejor, un amor de coraje, de entrega, de llamadas ardientes al corazón de aquel Jesús que obraba prodigios.
«Oh Jesús, ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya. Inunda mi alma de tu espíritu y vida. Penétrame y aduéñate tan por completo de mí, que toda mi vida sea una irradiación de la tuya» (Beato Newman).