Viernes 28 Julio
XVII del T.O.
1 a del salterio
Éx 33,7-11; 34,56.-
9.28 / Sa1102 / Mt
13,36-43
Pedro Poveda;
Catalina Tomás;
Inocencio I; Víctor 1;
Nazario y Celso; Bto.
David Carlos
Mateo 13,36-43
En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: «Acláranos la parábola de la cizaña en el campo». Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga».
Dios tiene la última palabra
La cizaña aparecerá siempre en la besana de la historia. Junto al trigo, la mala hierba. Los «obreros del Señor» quieren siempre arrancarla, como primera medida. Jesús no lo quiere así: nadie está capacitado para enjuiciar, para decirnos cuál es la hierba buena y la hierba mala. Jesús extiende así un manto infinito de comprensión sobre toda la humanidad. «Si supiéramo la última verdad de las cosas tendríamos compasión hasta de las estrellas». Es cierto. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar, salvar o condenar, bendecir o mald,eír? Jesús deja ese último juicio a Dios, que tiene la última palabra de fa historia. Nos previene el Señor contra el pecado de intolerancia: «destruir lo que no va con nosotros, eliminar al adversario». Jesús es la comprensión infinita, la oportunidad permanente de salvación.
Señor, haz que ocupemos nuestro puesto, cumplamos nuestra misión, caminemos por tus senderos, sin apropiarnos de tus juicios. ¡Cuántas veces condenamos, amparándonos en nuestros puntos de vista! ¡Cuántas veces juzgamos por las apariencias! ¡Y cuántas veces nos equivocamos, Señor!