Dan 7,9-10.13-14 /
Sal 96 / 2Pe 1,16-19
/ Mc 9,2-10
Transfiguración
del Señor, f.
Hormisdas; Justo
y Pastor; Bta. Mª
Francisca de Jesús;
Bto. Pablo VI
Marcos 9,2-10
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Estaban asusta-dos, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo». De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre re-sucite de entre los muertos». Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».
Jesús, la palabra definitiva
Jesús, la palabra definitiva
¡Cuántas veces hemos escuchado, contemplado y meditado la escena de la Transfi-guración del Señor! Es, sin duda, un manantial de luz y de enseñanzas. Primera, el horizonte de esperanza que abie a nuestras vidas, tras el tránsito por los caminos de la historia; segunda, la voz del Padre celestial, presentándonos a su Hijo; tercera, esa invitación —«escuchadle»-, porque Cristo es la palabra definitiva de la historia, en la que Dios «nos lo habló todo junto y de una sola vez... y no tiene más que hablar .», como leemos en san Juan de la Cruz. Por eso, buena parte de la tarea de un cristiano ha de ser la «escucha» de las palabras de Jesús y acaso también, en muchas ocasio-nes, sus susurros. En el silencio de nuestras vidas y en lo profundo de nuestro corazón, Él nos habla, nos invita, nos conforta, nos ilumina.
Señor, abre mis oídos de par en par para que resuene con fuerza tu Palabra, y esos mil susurros que colocas como rocío mañanero en mi alma: el consejo de un amigo, el lamento de un herido, la silueta rota y sangrante debí? hermano.