lº del salterio
Jos 14,1-2a.15-
17.18b/Sa133
/Ef5,11-32/ln
6,60-69
Rosa de Lima;
Claudio; Minervo;
Ovidio
PALABRA:
Josué 24,1-2a.15-17.181
En aquellos días, Josué reunió a las tribus de Israel en Siquén. Convocó a los ancianos de Israel, a los cabezas de familia, jueces y alguaciles, y se presentaron ante el Señor. Josué habló al pueblo: «Si no os parece bien servir al Señor, escoged hoy a quién queréis servir: a los dioses que sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis; yo y mi casa serviremos al Señor». El pueblo respondió: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto; él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos y entre todos los pueblos por donde cruzamos. También nosotros serviremos al Señor: ¡es nuestro Dios!».
Salmo 33
Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Efesios 5,21-32
Hermanos: Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano. Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.
Juan 6,60-69
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oirlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?». Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen». Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios».
«Tú tienes palabras de vida eterna»
El anuncio de la Eucaristía provoca un terremoto entre sus discípulos. Ni le entendieron ni le comprendieron. Y, por eso, se produce una pequeña desbandada. Jesús, en aras de la defensa de la libertad, les lanza la pregunta: «¡También vosotros queréis marcharos?». De labios del apóstol Pedro sale una de las frases más hermosas que se han pronunciado sobre la faz dela tierra: «¿A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna». Es una de esas frases que debemos grabar en el alma y meditarla con frecuencia. Las palabras de Jesús nos abren a la vida, a la luz, a la plenitud, a la felicidad. Escuchándolas, no caminaremos en tinieblas, y haciéndolas vida en nosotros gozaremos de una permanente resurrección.
Señor, son tantas las palabras, los discursos que escuchamos por todas partes y en todos los medios, que se nos olvida, a veces, escucharte a Ti. Hablamos, comentamos, discutimos de mil temas y no nos queda tiempo, a veces, para oír tu voz en el silencio de nuestro corazón. Solo Tú tienes palabras de vida eterna.
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